miércoles, 26 de octubre de 2011

La Dama de Blanco



Durante una fatigosa jornada, crucé solo, a caballo, las viejas llanuras de Castilla. Con el sol poniente, vislumbré las gradas del colosal anfiteatro del Duranguesado. Detuve mi cabalgadura un instante para disfrutar de la felicidad que proporciona contemplar los valles, los bosques y las vigilantes cimas de Anboto y Ochandiano.
Adelantando a las nubes que se cernían bajas y pesadas en el cielo, cabalgué entre rocas de granito, por un tortuoso sendero, contemplando el natural paisaje hasta hallar el río. Remontando su curso, a mi vista hacia el este, yacían los restos abandonados de un torreón, célebre en la Guerra de los Bandos, teatro de memorables hazañas; sin duda me encontraba en los dominios del Señorío de Berriz, donde había proyectado pasar las siguientes semanas.
Los Berriz llegaron aquellas tierras en tiempos de su pertenencia a Navarra. Ahora el último de sus caballeros, Don Rodrigo, vivía retirado, en la casa torre de Harri Enea, tras haber servido al rey en la guerra contra los infieles.
La noche había cerrado sombría y amenazadora, y tras describir una curva muy cerrada en el curso del río, apareció entre sombras en medio de un lago, Harri Enea.
Desde la perspectiva que alcanzaba mi mirada, no veía más que, siniestros juncos y espectrales árboles agostados, piedras rotas caídas de la atalaya, sillares oscuros carcomidos por el destructor paso del tiempo.
El escenario que tenía delante era austero y desolador. Un sentimiento de tristeza y melancolía me invadió.
¿Qué era –me detuve a pensar -, qué era lo que me había llevado aquel lugar? Entonces recordé, la carta que hacia una semana había recibido de Don Rodrigo quien me hablaba de un desorden mental que le oprimía y el deseo apremiante de verme.
Quise entonces ver aquel escenario hostil, más de cerca y pique a mi caballo hasta la orilla de aquel siniestro lago.
Impulsado de un pensamiento religioso, espontáneo e indefinible, eché pie a tierra, me descubrí y busqué en mi memoria una de aquellas oraciones que mi amona me enseñó de crío.
Aún no había comenzado a murmurarla, sonaron las doce en el reloj de Sarria. Extrañas corrientes de medianoches llegaron hasta allí. Entre pensamientos y vibraciones de campana, creí oír a par de ellas pronunciar mi nombre, a lo lejos, por una voz ahogada y doliente.
El viento –pensé -.  
Después, silencio, el silencio de la medianoche. Me estremecí involuntariamente como presagio de algo que no se ve pero cuya aproximación se siente. Entonces recordé, una de aquellas leyendas de la comarca, de aquellas que los aldeanos acostumbran en las tibias tardes de primavera, contar a todo aquel dispuesto a escuchar.

Eran tiempos de bonanza en la comarca, corría el año 1000 cuando vivó un joven oñacino, llamado Ion. Era un joven trabajador y muy querido por todos, pues era alegre y gracioso como no había persona alguna en aquel lugar. Por aquel entonces en el Señorío de Berriz vivía la joven Doña Blanca hija de Don Diego de Berriz, señor feudal de aquellas tierras. Doña Blanca era una encantadora dama que se distinguía por su fino vestir, además de que era muy bella. No paso mucho sin que Ion se enterase de la presencia de Doña Blanca e intentara agradarla con su jovialidad. Doña Blanca quedó prendada de Ion en un amor puro y joven, que en su inocencia no media las consecuencias de su inalcanzable sueño.
Lo trágico sobrevino cuando la envidia por la dicha ajena, Don Diego de Berriz se enteró del romance de su hija.
Dicen que el odio de Don Diego para el joven oñacino llegó a tanto que le permitió a su hija llevarlo, al dominio de Harri Enea y en presencia de la joven asesinó a Ion, con tal saña que ni los ruegos, ni los lloros de Doña Blanca lograron conmoverlo.
Cuentan, que noche a noche se escuchan los lamentos de Doña Blanca a lo largo del lago, en un triste lamento que debe ser su alma reclamando a su amado.
El efecto de aquel recuerdo había ahondado la primera y singular impresión de Harri Enea. No cabia duda del rápido crecimiento de mi sugestión. Sacudiendo  todo eso que tenía que ser solo cansancio, subí a mi montura y cabalgué cruzando aquel antiguo pontón, para entrar en el patio de armas de Harri Enea, donde aguardaba un hombre.






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