sábado, 29 de octubre de 2011

El presagio de Qal' at Ayyub


Año 1120 del Señor.
Los ejércitos del rey Alfonso luchan a muerte contra los almorávides por las tierras de Aragón. Tras la toma de Zaragoza y Lleida parece ir consolidando el proyecto de cruzada que el pontífice le había encomendado. Ahora se dirige por el Sur y el Este del Ebro reconquistando todas las tierras a su paso, con el objetivo de retomar la salida al mar a través de Tortosa y Valencia.
Era una fría tarde de otoño; nubes bajas y pesadas cubrían el firmamento, los Templarios del Senescal Juan de Aoiz, vencedores de aquella batalla deambulaban por la planicie murallas externas de Qal’ al Ayyub. La tierra enfangada, llena de cadáveres sobre los que repicaba la lluvia, la mayoría eran almorávides vencidos en la toma de la fortificación.
Sobre la loma, en el castillo esperaba un ejército -mil soldados entre infantes y caballeros-  al mando de un tenente. Junto a él permanecía el conde Guillermo de Aquitania. El conde se había congregado en marzo de 1118 en la villa de Ayerbe junto a un gran número de caballeros gascones para sumarse a la cruzada del rey Alfonso. Acostumbrado a una vida fácil, le incomodaba hallarse así, sometido aquella lluvia cuya humedad le calaba hasta el tuétano de los huesos.
-El rey a ordenado que haga entrega al senescal el oro que hayamos en las arcas del castillo –dijo el tenente.
-¿De todo el oro? –preguntó el conde.
- Si, el rey Alfonso quiere recompensar los servicios del senescal y sus templarios con el oro de las arcas de Qal’ at Ayyub.
-Estamos en tiempos de guerra, y el oro dobla su valor –dijo el conde dirigiendo una mirada desdeñosa al tenente.
-Me parece impropio de un rey repartir tales riquezas a los templarios. Miradlos: sucios, desarrapados, sanguinarios… son aún peores que los almorávides. Adoran dioses paganos; dicen que ofrendan sacrificios al Maligno.
-¡Vos sois un insensato! –dijo el joven tenente.
-El rey prometió a los templarios esa recompensa, al fin y al cabo ellos han hecho el trabajo sucio. Nuestros soldados están frescos.
-Recordad tenente, que no tenemos escrito alguno de esas ordenes del rey. Esa orden fue una decisión apresurada del rey.
El tenente se sobresaltó. Inquieto e inmóvil miraba al conde.
-Sabéis que si no cumplimos la orden, el rey nos mandará arrestar. ¿Acaso sugerís que no cumplamos con la orden? –pregunto el tenente.
Entre el diálogo del tenente y el conde, el senescal Juan de Aoiz junto con sus templarios -apenas unos cincuenta hombres quedaban ya- habían subido la loma y se acercaban al castillo
-Mi buen tenente, mirad en frente. Apenas quedan medio centenar de templarios, cansados, hambrientos y heridos. Nosotros somos mil, podemos aplastarlos ahora, con facilidad.
-Tal vez señor le he entiendo mal. ¿Sugerís que los asesinemos?
¡Por los clavos de Cristo, son nuestros aliados!
-¡Son mercenarios!- exclamó el conde
-¡El rey no lo aprobaría! Por eso de seguro que nos mandará ejecutar.
-El rey nunca lo sabrá.
-Me niego conde –afirmó el tenente. Esos hombres han luchado por el estandarte de la cruz, luchan por nuestra cruzada.
-No os equivoqueis tenente, los templarios luchan por riquezas, por el oro de esas arcas. –dijo el conde señalando el oro.
Tal vez el rey Alfonso, cuando regrese de Valencia llegué a conocer los pequeños desfalcos que vos habéis realizado en Alberite de San Juan…
¡Como osais decir semejante cosa! ¡Mentís conde!
-Tenente usted y yo sabemos que es cierto.
El tenente palideció.
¡No seríais capaz de contárselo!
-¿Seguro que no? –el conde sonrió maliciosamente.
Ordenar a los arqueros que disparen cuando los templarios estén a distancia, sobre la hondonada y mandad después a la Infantería a terminar el trabajo.
El espíritu un sentimiento insoportable de tristeza, sin embargo se veía obligado a dar las órdenes, ante la amenaza velada del conde.
-Que Dios Nos perdone –dijo el tenente con voz pesada y vacilante.
Girando su caballo, el tenente dio las órdenes al mayor.

Apenas llegaron a una hondonada, los templarios los arqueros desde las almenaras del castillo dispararon sus arcos hasta vaciar sus aljabas.  El cielo se inundó de flechas. Los templarios se agruparon, mientras las flechas silbaban bajo la lluvia.
¡Nos habéis traicionado¡ gritaba el senescal de los templarios
¡Os mataré!
Gritaba el senescal mientras se resguardecia bajo su escudo de la lluvia de saetas.
Una flecha le atravesó un muslo y otra el hombro, mas aquel con un giro corrió hacia el conde. Dos caballeros le cerraron el paso, mas el senescal, enloquecido, cargó contra ellos. Un caballero le golpeó con el mandoble rompiéndole una clavícula cayendo al suelo. Entonces levantándose saltó sobre el caballero, arrancándole una oreja de un mordisco lo derribó del caballo, en aquel momento recibió varios flechazos en la espalda.
¡Juro que volveré de las tinieblas a mataros conde! –gritó el senescal
Impacto una nueva flecha en el cuerpo del senescal que atravesando la garganta le desgarró la carótida y desplomándose cayó muerto.
La lluvia arreciaba mezclando la sangre con el fango. En la hondonada no quedaban nada más que cadáveres y flechas.
Se levantó viento de poniente y con él  sombrías nubes cerraron por completo el firmamento sobre Qal’ at Ayyub.
La lluvia era una cortina densa que tornaba a los hombres sombras espectrales.
El conde y el tenente entraron a refugio en el castillo y se dispusieron a descansar. Apenas habían pasado veinte minutos el mayor entró en la estancia donde se encontraba el conde y el tenente, trayendo nuevas.
-Señor, el vigía de la puerta de Soria ha visto hombres a caballo a menos de una legua, dirigiéndose hacia aquí.
-¿Son almorávides? –pregunto el tenente
-La lluvia impide distinguir sus estandartes. Pero no creo que sean infieles.
-Señor, sería mejor que vos mismo los viera.
Levantándose el tenente  y el conde siguieron al mayor hasta la puerta de Soria, desde una tronera el mayor señaló hacia la llanura. El tenente se esforzaba por identificar algo en el horizonte, pero la densa lluvia no se lo permitía. Entonces, sin aviso un relámpago iluminó la llanura, el conde entonces pudo distinguir a media legua hombres a caballo, al menos doscientos. Un sudor frío le recorrió todo cuerpo; retrocedió unos pasos de la tronera y miró al tenente .
-Tenente reforzad las murallas y enviad una patrulla a ese ejército a conocer sus intenciones.
El tenente dio las órdenes al mayor para que doblasen la guardia y partiera una patrulla al encuentro de aquel ejército fantasmal, que como una aparición, galopaba por la llanura en dirección a la puerta de Soria
Tras una hora no se había recibido noticia alguna de la patrulla, no había regresado, más sin embargo, los vigías de todas las puertas informaban de que más de dos mil hombres rodeaban las murallas exteriores de la fortificación.
El tenente y el conde regresaron apresuradamente dentro del castillo. La lluvia hacía difícil una aproximación al número de las fuerzas que se congregaban en las murallas exteriores, pero su ejército era solo de mil hombres y ante la posibilidad de ser superados en número, el tenente mandó al mayor hacer una leva con todo varón de la villa que pudiera empuñar un arma
Entonces irrumpió en el interior de la torre del castillo, el sargento de la puerta de Soria. Su armadura aún chorreaba sangre.
¡Señor la puerta ha caído!
¡El Mayor a muerto! Han conseguido abrir una brecha en los muros esos bárbaros, han derribado el muro de piedra y penetrado en el interior de la fortificación.
¡Esos bárbaros no son humanos!
-¿Cómo han conseguido abrir una brecha en el muro de piedra? –preguntó el conde.
-Utilizaron un ariete metálico, lograron cruzar con él el foso y golpearon la base del muro hasta abrir la brecha. Le arrojamos desde las almenaras flechas y piedras. Pero ellos…
¡ellos volvían a levantarse!
-Marchad con doscientos infantes, sargento y tomad la puerta. –ordenó el tenente.
-Sargento no regreseis si no tomaís la puerta de Soria. -añadió el conde.
-Sí, Señor –respondió el sargento.

Una hora más tarde llegó a la torre un soldado con novedades.
-¡Señor el barrio de la puerta de Soria ha caído. Nuestros hombres se han replegado y contienen esas ordas en el centro de la fortificación.
-Tenente, al parecer son una fuerza muy superior a lo que habíamos pensado, deben contar con unos cinco mil hombres. –dijo el conde.
No podían creer lo que los soldados contaban de aquellos bárbaros, vestían con pieles de animales, de sus cascos salían unos cuernos. Algunos afirmaban que aquellos bárbaros tenían los ojos rojos brillantes y que esartados en saetas y cortes de hacha, seguían luchando, ninguno moría.
Salvad la ciudad era imposible, tan solo podrían tratar de salvar la vida.
El tenente y el conde se atrincheraban en la torre con algo más de cien hombres –infantes y arqueros-. Subieron a lo alto de la torre, desde la atalaya bajo la lluvia se distinguía una masa de seres espectrales que con picas, hachas y espadas avanzaban hacia allí, en medio de una orgía de sangre y metal.
-En menos de veinte minutos llegarán a la torre. –dijo el conde.
-Si atacamos en cuña dirigiéndonos a la brecha por la puerta de Soria tendremos una oportunidad, la única de salvar la vida. –dijo el tenente.
El conde tomó su espada y su escudo y bajando aceleradamente tras el tenente por las escaleras de la torre llegó al patio de armas donde aguardaban aquellos cien hombres.
El tenente empuñó su mandoble y se embrazó el escudo. Al grito “Deus o vol” corrió hacia la orda de bárbaros que avanzaba sedienta de sangre hacia el castillo. Eran cien hombres enarbolando las armas, dispuestos a luchar, gritando enloquecidos en medio de aquel horror.
La densa cortina de lluvia impedía ver al enemigo, de aquellas sombras espectrales solo se distinguían sus ojos infernales.
El tenente descargó su mandoble sobre el casco de uno de aquellos bárbaros. Le hendió la cabeza hasta la garganta, pero el aquel bárbaro ser seguía riendo, pese a brotar chorros de sangre. Su aliento hedía a azufre. Fue entonces cuando el tenente pudo ver que el ser portaba el peto de la compañía templaria de Juan de Aoiz. Un relámpago iluminó la escena, y entonces un hachazo desgarró la cota de malla del tenente, partiéndolo casi por la mitad. El crujido de un trueno enmudeció por un instante los gritos y el restallar de los aceros.
El tenente cayó al suelo enfangado. Al acercarse uno de aquellos seres a él, levantó la cabeza y distinguió tras la cortina de agua la figura de Juan de Aoiz
¡Juan de Aoiz, vos estáis muerto! ¡Vos servís al Infierno!
-Deseaba tanto vengarme del conde y de vos que le vendí el alma a Lucifer a cambio de esta justa revancha. Mi señor Lucifer hizo revivir a las huestes de la compañía templaria que asesinasteis… ¡Todo para haceros pagar vuestra sucia traición, tenente!
-¡Acabad de una vez, senescal! –gritó el tenente.
De pronto, experimentó un intenso dolor. Estaba rodando sobre el empedrado y enfangado suelo. Su cuerpo decapitado, a un metro de él se sacudía espasmódicamente entre violentas convulsiones.
De pronto se hizo la Nada.
Entonces de la Nada escuchó una voz, una voz familiar.
Abrió los ojos. Estaba en su tienda tumbado, a su lado de pie estaba un monje, vestía su armadura de batalla, le era familiar, era el hermano Godofredo su escudero
-Señor ¿Qué tenéis, señor? ¿Qué mal os aqueja? Os he oído gritar angustiado; he corrido a vuestra tienda, os he visto luchar con algo invisible que os atormentaba.
-Salgamos de la tienda, hermano.
Diciendo esto salieron ambos de la tienda. Delante se congregaba el real de los cristianos se extendía por toda la llanura frente a Qal’ at Ayyub.
-¿Hemos tomado Qal’ at Ayyun? –preguntó con voz átona.
-No señor, mañana al alba atacaremos -contestó el monje.
Clavando sus ojos en el yelmo del monje, le preguntó
-Decidme hermano. ¿Sabéis quien soy?
- Sí. –contestó el monje.
-Sois, Juan de Aoiz, senescal de la Orden Templaria.


No hay comentarios:

Publicar un comentario