miércoles, 26 de octubre de 2011

Don Rodrigo de Berriz


Entré en el vestíbulo abovedado de Harri Enea. Una mujer me condujo desde allí, en silencio, a través de los diferentes pisos hacia lo alto de la torre. Mucho de lo que encontré en el caminó, avivó de nuevo mi sugestión. La mente vagaba confusa al paso de las estrechas, alargadas y puntiagudas ventanas que no daban a campo o arboleda alguna, sino a un penumbroso patio hacia el que muchas otras ventanas se abrían en lúgubre desesperación; ornamentos espectrales jalonados en los tapices de las paredes; trofeos heráldicos de tiempos pasados. Todo aquello excitaba mi imaginativo al punto de provocarme una terrible aprensión.
Al llegar a lo alto de la torre, la mujer abrió una puerta, y me dejó en presencia de Don Rodrigo.
Muchos años habían transcurrido desde nuestro último encuentro. Eran tiempos del rey Sancho VII, cuando la comarca todavía pertenecía a Navarra y yo apenas era un joven de diecisiete años.
A mi entrada, Don Rodrigo me recibió con una calurosa cordialidad. Nos sentamos junto al hogar y durante un momento permanecí mirándolo en silencio. A duras penas era capaz de reconocer aquel ser que tenía ante mí, de tez cadavérica y palidez espectral.
Las llamas rojas y azules se enroscaban chisporroteando a lo largo del tronco que ardía en el ancho hogar; nuestras sombras se proyectaban temblando sobre las paredes, se empequeñecían o tomaban formas gigantescas según la hoguera despedía resplandores  más o menos brillantes, mientras me hablaba de los tiempos en los que el rey de Castilla marchaba a la guerra de moros, para combatir a los enemigos de Dios.
Sentimientos confusos inundaban mi espíritu, sus recuerdos notables me convencían de su identidad, mas si bien su conformidad física y temperamento me hacia imposible, aun haciendo un esfuerzo, relacionar aquella apariencia con la imagen de Don Rodrigo.
La luna se desvanecía como una ilusión que se disipa, y los sueños, hijos de la oscuridad, huían con ella en grupos fantásticos. La estrella del alma anunciaba el día.
-¿Me conoces? –preguntó.
-No te conozco, pero sé quién eres.
-¿Quién soy?
-Don Diego de Berriz. –Balbuceé
Aquel ser inclinó la cabeza a estas palabras y dijo,
-Lo fui.
Entonces me sobresalté, pensé que aquello era presagio de un ataque de locura. Me desplomé en la silla, escondí mi rostro con las manos. Cuando los descubrí, aquel ser había desaparecido.
El día comenzaba a despuntar. El sol se iba levantando pausadamente del seno del valle y remontándose por las cumbres del Duranguesado.





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