viernes, 28 de octubre de 2011

Nuestra Señora del Rosario


Durante el pavoroso reinado de la peste en Monzón, acepté la invitación de un amigo para pasar unas semanas con él, en un pequeño lugar de la comarca de La Litera, en el retiro de su casona, a orillas del Vero.
Durante mi estancia, por hacer ejercicio, que, según me decían, era conveniente al estado de mi salud, paseaba unas horas por los caminos de aquellos bosques.
Una mañana, siguiendo el curso del río hallé los restos abandonados de lo que parecía una antigua ermita, entre frondosos y espesos matorrales.
Arrastrado por la curiosidad, separé el ramaje que ocultaba lo que parecía que en tiempos pudo ser la entrada. Anduve unos pasos no pudiendo penetrar hasta al fondo, por lo que me limité a mirar desde la entra. Sin duda debía de tratarse de una de aquellas ermitas levantada en los fastos gloriosos tiempos de la Reconquista y que el destructor paso del tiempo había sumido en unos ruinosos vestigios entre zarzales y matas de jaramago.
Al salir de aquella ruinosa ermita, siguiendo el sendero por el occidente, encontré en su orilla a escasos metros de la ermita, una granítica roca, de singular forma que me llamó la atención. Aquella imagen, avivó en mi recuerdo la antigua leyenda del “Home Granizo”.
Esta leyenda habla de que la montaña es en realidad un gigante petrificado que junto con los duendes que en ella habitan, es el causante de todos los males de la comarca.
Un atardecer, tres o cuatro días después de mi hallazgo, estaba yo sentado con un libro en la mano junto a una ventana; mis pensamientos habían estado vagando hacía rato entre las páginas y la solitaria montaña que por aquella ventana asomaba; cuando levanté los ojos y mi mirada cayó sobre la pelada roca de la cima, cuál cresta de un gigante convertido en piedra parecía.
Tenía esa capacidad de atraer las miradas desde la lejanía. Como toda montaña solitaria y con personalidad propia, despertaba el imaginativo.
¿Sería aquella mole granítica mágica?. ¿En realidad sería un gigante petrificado ?
Yo sabía del aura misterioso que rodea al Pirineo, y de sus leyendas. El hombre primitivo, inmerso en una naturaleza a menudo hostil, trató de explicarse los fenómenos, la vida que lo rodeaba, con ficciones alegóricas. Nacieron así los mitos y leyendas, que marcaron el comienzo de la actitud religiosa.
Entonces, mi anfitrión entró en la estancia y se dirigió a un estante y sacando  el libro “Los Colosos de Memnon” se sentó en un sillón junto al hogar.

A decir verdad ese libro lo había leído tiempo atrás, se trata de una antigua leyenda ptolemaica. Cuenta que todas las mañanas, cuando el Sol asoma por el horizonte, las estatuas de los Colosos de Memnon dejan oír un sonido agudo y prolongado; brotando un quejido de entre las entrañas del los pétreos colosos; cuál lamento de un alma atormentado.
Memnon, hijo de la Aurora y de Titón, rey de Egipto y Etiopía fue enviado por su padre en ayuda de Troya, que había sido sitiada por los micénicos. Fue tal su arrojo en el combate, que cubriéndose de gloria, mató a Antiloco, hijo de Néstor, pero la desgracia se cebó en él, y Aquiles, vengador, lo mató. La Aurora al enterarse de la muerte de su hijo, suplicó a Júpiter que resucitara a su hijo aunque sólo fuera una vez al día. Así todas las mañanas, Memnon, despertaba en las entrañas pétreas para recibir las caricias de su madre, la Aurora, que inconsolable desplegaba sus rayos de sol hacia la pétrea forma, queriendo abrazarlo. Su hijo, Memnon, preso en aquella estatua, deja cada mañana su llanto y su quejido eterno como súplica por la ayuda de su madre.
No acertaba a explicarme las impresiones impuestas a mi imaginativo por aquella montaña. La asociación con las leyendas y el encuentro con la roca graniza de la ermita me impulsó a darle cuenta a mi anfitrión, que era viejo del lugar.
De joven fue soldado, tiempo después cultivo una pequeña heredad, patrimonio de sus padres. Nadie sabía de mitos y leyendas mejor que él. Yo suponía que alguna leyenda tenía aquella ermita. Le pedí que me la refiriese, cerrando su libro, se incorporó hacia delante y con voz calmada,  lo hizo, poco más o menos me la contó en los términos que yo, a mi vez voy hacer.
Existió, en aquel lugar una ermita puesta bajo la advocación de Nuestra Señora. En su altar se hallaba una antigua talla con la imagen de la Virgen, que sostenía en sus manos un precioso rosario, que admiraban cuantos allí acudían.
Un día, de camino a la Cortes, convocado por el rey, llegó un sequito las merindades de la ermita, acompañando a un noble su joven y bella esposa.
Al llegar a las puertas de la ermita, decidieron descansar y levantaron un campamento.
La joven dama, quiso entrar a la ermita, y escoltada por un caballero, se dirigió a la capilla.
En el interior, observó la talla con la imagen de la Virgen, cuyas manos adornaban aquel singular rosario.
Un extraño deseo despertó en la joven noble. Un deseo inmenso por poseer aquel rosario, por lo que le pidió a su escolta se lo alcanzara.
El caballero se negó rotundamente, intentando hacer comprender a la joven que tal cosa sería un sacrilegio.
La noble contrariada, trató de seducir al caballero, mas éste firme en su decisión, trató nuevamente de convencerla diciéndole que orfebres conocía en la villa de Saraqusta que pudieran hacer mejores y más ricos rosarios, si tanto anhelaba tener uno.
Entonces si más palabras la joven subió a las gradas del altar y cogió el rosario, ocultándola entre sus ropas, mientras el caballero quedaba aturdido por la osadía de la noble.
A la mañana siguiente levantado el campamento, reanudaron el viaje y poco habían cabalgado, cuando en mitad del camino apareció un anciano, que levantando los brazos, gritó
-¡Deteneos, señores! ¡Que nadie tema nada, salvo quien tenga que temer!
Dirigiéndose a la dama, le dijo
-A vos os digo joven dama, que me entreguéis el rosario que habéis tomado en la ermita.
Ella palideció y negó enérgicamente que hubiese cogido nada
Más el anciano insistía,
-Sé que habéis sido vos. ¡Devodvedlo!
Una y otra vez, la dama negaba las acusaciones por falsas, sin que el anciano dejara de insistir en que devolviera lo robado, hasta que en boca de la noble salieron estas palabras:
-Juro que nada he robado y si miento, que me convierta en piedra.
Y en el mismo momento de acabar tal perjurio, la dama quedó convertida en piedra.
Aquellas leyendas llegaron apoderarse de mi, no podía apartarlas de mi mente ni alejarlas de mis sueños.
Mi anfitrión de temperamento menos excitable, no se dejaba afectar por  aquellas fantasías. Pero yo, en aquella época de mi vida, estaba casi seriamente dispuesto a creer. No había día que llegaran terribles noticias de Monzón, y nos trajese nuevas del fallecimiento de algún conocido. La peste devastaba la comarca. Jamás había sido tan espantosa.
En un esfuerzo por salir de aquel estado de abatimiento, pasamos las semanas, orillas al Vero entre largas y animadas discusiones sobre los mitos y leyendas del Pirineo; él calificando de sinrazón la fe a tales cuestiones; yo afirmando que el sentimiento popular nacido de la espontaneidad, contenía elementos de la verdad, merecedor de todo respeto.
Una tarde, acompañados por un guía, nos dispusimos a subir a la cima de la montaña, que semanas atrás hubo llamado mi atención. Sobre la roca granítica de aquella cima en lo que yo creí la cresta de un gigante se levantaba una cruz.
El asta y los brazos eran de hierro, de base de mármol, de oscuros y unidos a fragmentos de sillería.
Me había adelantado algunos minutos a mis compañeros, y detenido en silencio contemplaba en silencio aquella  sencilla cruz.
De improviso sentí que me sacudían con violencia por los hombros. Volví la cara, era nuestro guía.
Con indescriptible expresión de pavor, me pugnaba por arrastrarme de aquel sitio. Sin cejar en su empeño de alejarme de aquel sitio diciendo;
-¡Por lo más sagrado que tenga en el mundo aléjese de esta cruz!
No podía comprender sus palabras. Le miré en silencio, creí que estaba loco.  Me estremecí escuchando sus palabras. Estaba dominado por las impresiones supersticiones de aquella cruz que durante tanto años había ocupado aquella cima.
Entonces mi anfitrión se reunió al pie de la cruz mientras las campanas de la Ermita de San Adrián llamaban a la oración. Con vacilación nos alejamos de la cruz y descendimos por las lúgubres laderas de la montaña.

El crepúsculo comenzaba a extender sus alas sobre las orillas del Vero, cuando llegamos a la casona.
Las llamas rojas y azules se enroscaban a lo largo del tronco de encina que ardía en el hogar; nuestras sombras se proyectaban sobre los muros, sentados con impaciencia esperábamos a nuestro joven guía.
Pero eso es otra historia.



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